LA GUERRA DE LOS YACARÉS
- HORACIO QUIROGA
En
un río muy grande, en un país desierto donde nunca había estado el hombre,
vivían muchos yacarés. Eran más de cien o más de mil. Comían peces, bichos que
iban a tomar agua al río, pero sobre todo peces. Dormían la siesta en la arena
de la orilla, y a veces jugaban sobre el agua cuando había noches de luna.
Todos
vivían muy tranquilos y contentos. Pero una tarde, mientras dormían la siesta,
un yacaré se despertó de golpe y levantó la cabeza porque creía haber sentido
ruido. Prestó oídos, y lejos, muy lejos, oyó efectivamente un ruido sordo y
profundo. Entonces llamó al yacaré que dormía a su lado.
-¡Despiértate!
-le dijo-. Hay peligro.
-¿Qué
cosa? -respondió el otro, alarmado.
-No
sé -contestó el yacaré que se había despertado primero-. Siento un ruido
desconocido.
El
segundo yacaré oyó el ruido a su vez, y en un momento despertaron a los otros.
Todos se asustaron y corrían de un lado para otro con la cola levantada.
Y
no era para menos su inquietud, porque el ruido crecía, crecía. Pronto vieron
como una nubecita de humo a lo lejos, y oyeron un ruido de chas-chas en el río
como si golpearan el agua muy lejos.
Los
yacarés se miraban unos a otros: ¿qué podía ser aquello?
Pero
un yacaré viejo y sabio, el más sabio y viejo de todos, un viejo yacaré a quién
no quedaban sino dos dientes sanos en los costados de la boca, y que había
hecho una vez un viaje hasta el mar, dijo de repente:
-¡Yo
sé lo que es! ¡Es una ballena! ¡Son grandes y echan agua blanca por la nariz!
El agua cae para atrás.
Al
oír esto, los yacarés chiquitos comenzaron a gritar como locos de miedo,
zambullendo la cabeza. Y gritaban:
-¡Es
una ballena! ¡Ahí viene la ballena!
Pero
el viejo yacaré sacudió de la cola al yacarecito que tenía más cerca.
-¡No
tengan miedo! -les gritó- ¡Yo sé lo que es la ballena! ¡Ella tiene miedo de
nosotros! ¡Siempre tiene miedo!
Con
lo cual los yacarés chicos se tranquilizaron. Pero en seguida volvieron a
asustarse, porque el humo gris se cambió de repente en humo negro, y todos
sintieron bien fuerte ahora el chas-chas-chas en el agua. Los yacarés,
espantados, se hundieron en el río, dejando solamente fuera los ojos y la punta
de la nariz. Y así vieron pasar delante de ellos aquella cosa inmensa, llena de
humo y golpeando el agua, que era un vapor de ruedas que navegaba por primera
vez por aquel río.
El
vapor pasó, se alejó y desapareció. Los yacarés entonces fueron saliendo del
agua, muy enojados con el viejo yacaré, porque los había engañado, diciéndoles
que eso era una ballena.
-¡Eso
no es una ballena! -le gritaron en las orejas, porqué era un poco sordo-. ¿Qué
es eso que pasó?
El
viejo yacaré les explicó entonces que era un vapor, lleno de fuego, y que los
yacarés se iban a morir todos si el buque seguía pasando. Pero los yacarés se
echaron a reír, porque creyeron que el viejo se había vuelto loco ¿Por qué se
iban a morir ellos si el vapor seguía pasando?
¡Estaba
bien loco el pobre yacaré viejo!
Y
como tenían hambre, se pusieron a buscar peces.
Pero
no había ni un pez. No encontraron un solo pez. Todos se habían ido, asustados
por el ruido del vapor. No había más peces.
-¿No
les decía yo? -dijo entonces el viejo yacaré- Ya no tenemos nada que comer.
Todos los peces se han ido. Esperemos hasta mañana.
Puede
ser que el vapor no vuelva más, y los peces volverán cuando no tengan más
miedo.
Pero
al día siguiente sintieron de nuevo el ruido en el agua, y vieron pasar de
nuevo al vapor, haciendo mucho ruido y largando tanto humo que oscurecía el
cielo.
-Bueno
-dijeron entonces los yacarés-; el buque pasó ayer, pasó hoy, y pasará mañana.
Ya no habrá más peces ni bichos que vengan a tomar agua, y nos moriremos de
hambre. Hagamos entonces un dique.
-¡Si,
un dique! ¡Un dique gritaron todos, nadando a toda fuerza hacia la orilla-!
¡Hagamos un dique!
En
seguida se pusieron a hacer el dique. Fueron todos al bosque y echaron abajo
más de diez mil árboles, sobre todo lapachos y quebrachos, porqué tienen la
madera muy dura... Los cortaron con la especie de serrucho que los yacarés
tienen encima de la cola; los empujaron hasta el agua, y los clavaron a todo lo
ancho del río, a un metro uno del otro. Ningún buque podía pasar por allí, ni
grande ni chico. Estaban seguros de que nadie vendría a espantar los peces. Y como
estaban muy cansados, se acostaron a dormir en la playa.
Al
otro día dormían todavía cuando oyeron el chas-chas-chas del vapor. Todos
oyeron, pero ninguno se levantó ni abrió los ojos siquiera. ¿qué les importaba
el buque? Podía hacer todo el ruido que quisiera, por allí no iba a pasar.
En
efecto: el vapor estaba muy lejos todavía cuando se detuvo. Los hombres que
iban adentro miraron con anteojos aquella cosa atravesada en el río y mandaron
un bote a ver qué era aquello que les impedía pasar. Entonces los yacarés se
levantaron y fueron al dique, y miraron por entre los palos, riéndose del
chasco que se había llevado el vapor.
El
bote se acercó, vio el formidable dique que habían levantado los yacarés y se
volvió al vapor. Pero después volvió otra vez al dique, y los hombres del bote
gritaron:
-¡Eh,
yacarés!
-¡Qué
hay! -respondieron los yacarés, sacando la cabeza por entre los troncos del
dique.
-¡Nos
está estorbando eso! -continuaron los hombres.
-¡Ya
lo sabemos!
-¡No
podemos pasar!
-¡Es
lo que queremos!
-¡Saquen
el dique!
-¡No
lo sacamos!
Los
hombres del bote hablaron un rato en voz baja entre ellos y gritaron después:
-¡Yacarés!
-¿Qué
hay? -contestaron ellos.
-¿No
lo sacan?
-¡No!
-¡Hasta
mañana, entonces!
-¡Hasta
cuando quieran!
Y
el bote volvió al vapor, mientras los yacarés, locos de contentos, daban
tremendos colazos en el agua. Ningún vapor iba a pasar por allí y siempre,
siempre, habría peces.
Pero
al día siguiente volvió el vapor, y cuando los yacarés miraron el buque,
quedaron mudos de asombro: ya no era el mismo buque. Era otro, un buque de
color ratón, mucho más grande que el otro. ¿Qué nuevo vapor era ése? ¿Ése
también quería pasar? No iba a pasar, no.
¡Ni
ése, ni otro, ni ningún otro!
-¡No,
no va a pasar! -gritaron los yacarés, lanzándose al dique, cada cual a su
puesto entre los troncos.
El
nuevo buque, como el otro, se detuvo lejos, y también como el otro bajó un bote
que se acercó al dique.
Dentro
venían un oficial y ocho marineros. El oficial gritó:
-¡Eh,
yacarés!
-¡Qué
hay! -respondieron éstos.
-¿No
sacan el dique?
-No.
-¿No?
-¡No!
-Está
bien -dijo el oficial-. Entonces lo vamos a echar a pedazos, a cañonazos.
-¡Echen!
-contestaron los yacarés. Y el bote regresó al buque.
Ahora
bien, ese buque de color ratón era un buque de guerra, un acorazado con
terribles cañones. El viejo yacaré sabio que había ido una vez hasta el mar se
acordó de repente, y apenas tuvo tiempo de gritar a los otros yacarés:
-¡Escóndanse
bajo el agua! ¡Ligero! ¡Es un buque de guerra! ¡Cuidado!
¡Escóndanse!
Los
yacarés desaparecieron en un instante bajo el agua y nadaron hacia la orilla,
donde quedaron hundidos, con la nariz y los ojos únicamente fuera del agua. En
ese mismo momento, del buque salió una gran nube blanca de humo, sonó un
terrible estampido y una enorme bala de cañón cayó en pleno dique, justo en el
medio. Dos o tres troncos volaron hechos pedazos, y en seguida cayó otra bala,
y otra y otra más, y cada una hacía saltar por el aire en astillas un pedazo de
dique, hasta que no quedó nada del dique. Ni un tronco, ni una astilla, ni una cáscara.
Todo
había sido deshecho a cañonazos por el acorazado. Y los yacarés, hundidos en el
agua, con los ojos y la nariz solamente afuera, vieron pasar el buque de
guerra, silbando a toda fuerza.
Entonces
los yacarés salieron del agua y dijeron:
-Hagamos
otro dique mucho más grande que el otro.
Y
en esa misma tarde y esa noche misma hicieron otro dique, con troncos inmensos.
Después se acostaron a dormir, cansadísimos, y estaban durmiendo todavía al día
siguiente cuando el buque de guerra llegó otra vez, y el bote se acercó al
dique.
-¡Eh,
yacarés! -gritó el oficial.
-¡Qué
hay! -respondieron los yacarés.
-¡Saquen
ese otro dique!
-¡No
lo sacamos!
-¡Lo
vamos a deshacer a cañonazos como al otro!...
-¡Deshagan...
si pueden!
Y
hablaban así con orgullo porque estaban seguros de que su nuevo dique no podría
ser deshecho ni por todos los cañones del mundo.
Pero
un rato después el buque volvió a llenarse de humo, y con un horrible estampido
la bala reventó en el medio del dique, porque esta vez habían tirado con
granada. La granada reventó contra los troncos, hizo saltar, despedazó, redujo
a astillas las enormes vigas. La segunda reventó al lado de la primera y otro
pedazo de dique voló por el aire. Y así fueron deshaciendo el dique. Y no quedó
nada del dique; nada, nada. El buque de guerra pasó entonces delante de los
yacarés, y los hombres les hacían burlas tapándose la boca.
-Bueno
-dijeron entonces los yacarés, saliendo del agua-. Vamos a morir todos, porque
el buque va a pasar siempre y los peces no volverán.
Y
estaban tristes, porque los yacarés chiquitos se quejaban de hambre.
El
viejo yacaré dijo entonces: -Todavía tenemos una esperanza de salvarnos. Vamos
a ver al Surubí.
Yo
hice el viaje con él cuando fui hasta el mar, y tiene un torpedo. El vio un
combate entre dos buques de guerra, y trajo hasta aquí un torpedo que no
reventó. Vamos a pedírselo, y aunque está muy enojado con nosotros los yacarés,
tiene buen corazón y no querrá que muramos todos.
El
hecho es que antes, muchos años antes, los yacarés se habían comido a un
sobrinito del Surubí, y éste no había querido tener más relaciones con los
yacarés. Pero a pesar de todo fueron corriendo a ver al Surubí, que vivía en
una gruta grandísima en la orilla del río Paraná, y que dormía siempre al lado
de su torpedo. Hay Surubíes que tienen hasta dos metros de largo y el dueño del
torpedo era uno de ésos.
-¡Eh,
Surubí! -gritaron todos los yacarés desde la entrada de la gruta, sin atreverse
a entrar por aquel asunto del sobrinito.
-¿Quién
me llama? -contestó el Surubí.
-¡Somos
nosotros, los yacarés!
-No
tengo ni quiero tener relación con ustedes -respondió el Surubí, de mal humor. Entonces
el viejo yacaré se adelantó un poco en la gruta y dijo:
-¡Soy
yo, Surubí! ¡Soy tu amigo el yacaré que hizo contigo el viaje hasta el mar!
Al
oír esa voz conocida, el Surubí salió de la gruta.
-¡Ah,
no te había conocido! -le dijo cariñosamente a su viejo amigo-.¿Qué quieres? -Venimos
a pedirte el torpedo. Hay un buque de guerra que pasa por nuestro río y espanta
a los peces. Es un buque de guerra, un acorazado.
Hicimos
un dique, y lo echó a pedazos. Hicimos otro, y lo echó también a pedazos. Los
peces se han ido, y nos moriremos de hambre. Danos el torpedo, y lo echaremos a
pedazos a él.
El
Surubí, al oír esto, pensó un largo rato, y después dijo:
-Está
bien; les prestaré el torpedo, aunque me acuerdo siempre de lo que hicieron con
el hijo de mi hermano. ¿Quién sabe hacer reventar el torpedo?
Ninguno
sabía, y todos callaron.
-Está
bien -dijo el Surubí, con orgullo-, yo lo haré reventar. Yo sé hacer eso.
Organizaron
entonces el viaje. Los yacarés se ataron todos unos con otros; de la cola de
uno al cuello del otro; de la cola de éste al cuello de aquél, formando así una
larga cadena de yacarés que tenía más de una cuadra. El inmenso Surubí empujó
el torpedo hacia la corriente y se colocó bajo él, sosteniéndolo sobre el lomo
para que flotara. Y como las lianas con que estaban atados los yacarés uno
detrás del otro se había concluido, el Surubí se prendió con los dientes de la
cola del último yacaré, y así emprendieron la marcha. El Surubí sostenía el
torpedo, y los yacarés tiraban, corriendo por la costa. Subían, bajaban,
saltaban por sobre las piedras, corriendo siempre y arrastrando al torpedo, que
levantaba olas como un buque por la velocidad de la corrida. Pero a la mañana
siguiente, bien temprano; llegaban al lugar donde habían construido su último
dique, y comenzaron en seguida otro, pero mucho más fuerte que los anteriores,
porque por consejo del Surubí colocaron los troncos bien juntos, uno al lado
del otro. Era un dique realmente formidable.
Hacía
apenas una hora que acababan de colocar el último tronco del dique, cuando el
buque de guerra apareció otra vez, y el bote con el oficial y ocho marineros se
acercó de nuevo al dique. Los yacarés se treparon entonces por los troncos y
asomaron la cabeza del otro lado.
-¡Eh,
yacarés! -gritó el oficial.
-¡Qué
hay! -respondieron los yacarés.
-¿Otra
vez el dique?
-¡Sí,
otra vez!
-¡Saquen
ese dique!
-¡Nunca!
-¿No
lo sacan?
-¡No!
-Bueno;
entonces, oigan -dijo el oficial-. Vamos a deshacer este dique, y para que no
quieran hacer otro los vamos a deshacer después a ustedes, a cañonazos. No va a
quedar ni uno solo vivo, ni grandes, ni chicos, ni gordos, ni flacos, ni
jóvenes, ni viejos, como ese viejísimo yacaré que veo allí, y que no tiene sino
dos dientes en los costados de la boca.
El
viejo y sabio yacaré, al ver que el oficial hablaba de él y se burlaba, le dijo:
-Es
cierto que no me quedan sino pocos dientes, y algunos rotos. ¿Pero usted sabe
qué van a comer mañana estos dientes? -añadió, abriendo su inmensa boca.
-¿Qué
van a comer, a ver? -respondieron los marineros.
-A
ese oficialito -dijo el yacaré y se bajó rápidamente de su tronco.
Entretanto,
el Surubí había colocado su torpedo bien en medio del dique, ordenando a cuatro
yacarés que lo agarraran con cuidado y lo hundieran en el agua hasta que él les
avisara. Así lo hicieron. En seguida, los demás yacarés se hundieron a su vez
cerca de la orilla, dejando únicamente la nariz y los ojos fuera del agua. El
Surubí se hundió al lado de su torpedo.
De
repente el buque de guerra se llenó de humo y lanzó el primer cañonazo contra
el dique. La granada reventó justo en el centro del dique, hizo volar en mil
pedazos diez o doce troncos.
Pero
el Surubí estaba alerta y apenas quedó abierto el agujero en el dique, gritó a
los yacarés que estaban bajo el agua sujetando el torpedo:
-¡Suelten
el torpedo, ligero, suelten!
Los
yacarés soltaron, y el torpedo vino a flor de agua.
En
menos del tiempo que se necesita para contarlo, el Surubí colocó el torpedo
bien en el centro del boquete abierto, apuntando con un solo ojo, y poniendo en
movimiento el mecanismo del torpedo, lo lanzó contra el buque.
¡Ya
era tiempo! En ese instante el acorazado lanzaba su segundo cañonazo y la
granada iba a reventar entre los palos, haciendo saltar en astillas otro pedazo
del dique.
Pero
el torpedo llegaba ya al buque, y los hombres que estaban en él lo vieron: es
decir, vieron el remolino que hace en el agua un torpedo.
Dieron
todo un gran grito de miedo y quisieron mover el acorazado para que el torpedo
no lo tocara.
Pero
era tarde; el torpedo llegó, chocó con el inmenso buque bien en el centro, y
reventó.
No
es posible darse cuenta del terrible ruido con que reventó el torpedo. Reventó,
y partió el buque en quince mil pedazos; lanzó por el aire, a cuadras y cuadras
de distancia, chimeneas, máquinas, cañones, lanchas, todo.
Los
yacarés dieron un grito de triunfo y corrieron como locos al dique.
Desde
allí vieron pasar por el agujero abierto por la granada a los hombres muertos,
heridos y algunos vivos que la corriente del río arrastraba.
Se
treparon amontonados en los dos troncos que quedaban a ambos lados del boquete
y cuando los hombres pasaban por allí, se burlaban tapándose la boca con las
patas.
No
quisieron comer a ningún hombre, aunque bien lo merecían. Sólo cuando pasó uno
que tenía galones de oro en el traje y que estaba vivo, el viejo yacaré se
lanzó de un salto al agua, y ¡tac! en dos golpes de boca se lo comió.
-¿Quién
es ése? -preguntó un yacarecito ignorante.
-Es
el oficial -le respondió el Surubí-. Mi viejo amigo le había prometido que lo
iba a comer, y se lo ha comido.
Los
yacarés sacaron el resto del dique, que para nada servía ya, puesto que ningún
buque volvería a pasar por allí. El Surubí, que se había enamorado del cinturón
y los cordones del oficial, pidió que se los regalaran, y tuvo que sacárselos
de entre los dientes al viejo yacaré, pues habían quedado enredados allí. El
Surubí se puso el cinturón, abrochándolo bajo las aletas y del extremo de sus
grandes bigotes prendió los cordones de la espada. Como la piel del Surubí es
muy bonita, y las manchas oscuras que tiene se parecen a las de una víbora, el
Surubí nadó una hora pasando y repasando ante los yacarés que lo admiraban con
la boca abierta.
Los
yacarés lo acompañaron luego hasta su gruta y le dieron las gracias infinidad
de veces. Volvieron después a su paraje. Los peces volvieron también, los
yacarés vivieron y viven todavía muy felices, porque se han acostumbrado al fin
a ver pasar vapores y buques que llevan naranjas.